Al final, cuando el trabajo se
acercaba a su término, no se permitió a nadie que visitara la torre. El pintor
había enloquecido por el ardor de su trabajo, y apartaba los ojos rara vez del
lienzo. Ni siquiera miraba el rostro de su esposa. No advertía, o no quería
ver, que los colores que extendía sobre el lienzo los arrancaba de las mejillas
de la mujer que estaba sentada a su lado.
Y
al cabo de muchas semanas, cuando ya quedaba muy poco por hacer, salvo aplicar
una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el alma de la mujer vaciló,
como la llama de una lámpara a punto de apagarse.
Entonces
el pintor dio la última pincelada, aplicó el matiz y quedó en trance ante el
retrato acabado.
Seguía
absorto en su contemplación cuando de pronto se estremeció de horror y
palideció.
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