jueves, 7 de febrero de 2013

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER: LEYENDAS

-¡Por la memoria de su madre! ¡Por lo más sagrado que tenga en el mundo (…) cúbrase usted la cabeza y aléjese más que de prisa de esta cruz! ¡Tan desesperado está usted que, no bastándole la ayuda de dios, recurre a la del demonio!
(…)
            Entre las sombras, a lo lejos, (…) se veían correr, cruzarse, esconderse y tornar a aparecer para alejarse en distintas direcciones, unas luces misteriosas y fantásticas, cuya procedencia nadie sabía explicar.
(…)
            Los asesinatos se multiplicaban, las muchachas desaparecían, los niños eran arrancados de las cunas, a pesar de los lamentos de sus madres, para servirlos en diabólicos festines (…)
-nuestro misterioso jefe marcha siempre delante de todos. (…) cuando la sangre humea en nuestras manos, como cuando los templos se derrumban calcinados por las llamas; cuando las mujeres huyen espantadas entre las ruinas, y los niños arrojan gritos de dolor, y los ancianos perecen a nuestros golpes, contesta con una carcajada de feroz alegría a los gemidos, las imprecaciones y los lamentos.
(…)
Cátedra
uno de sus guardas, lanzándose sobre el reo (…) le abrió violentamente la visera. Un grito de general sorpresa se escapó del auditorio 
La cruz del diablo




Aquello no fue una cacería. Fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres. Los lobos, a quienes se quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín.
(…)
tengo miedo (…), las campanas doblan (…), las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas..
(…)
Y cerrando los ojos, intentó dormir…; (…). Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más aterrada. (…) el rumor de aquellas pisadas era sordo (…) pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban (…) Beatriz lanzó un grito agudo, y rebujándose en la ropa que la cubría escondió la cabeza y contuvo el aliento.
(…)
Después de una noche de insomnio y de terrores (…) ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.
 El monte de las ánimas


  los ojos verdes brillaban en la oscuridad como los fuegos fatuos que corren sobre el haz de las aguas infectas…, “Ven, ven…”. Estas palabras sonaban en los oídos de Fernando como un conjuro. “Ven…”, y la mujer misteriosa lo llamaba al borde del abismo donde estaba suspendida (…)
            Fernando dio un paso hacia ella…, otro, y sintió unos brazos delgados y flexibles que se liaban a su cuello, y una sensación fría en sus labios ardorosos, un beso de nieve…, y vaciló…, y perdió pie, y cayó al agua con un rumor sordo y lúgubre.
Los ojos verdes


            El órgano proseguía sonando; pero sus voces se apagaban gradualmente, como una voz que se pierde de eco en eco y se aleja y se debilita al alejarse, cuando sonó un grito en la tribuna, un grito desgarrador, agudo, un grito de mujer.
            El órgano exhaló un sonido discorde y extraño, semejante a un sollozo, y quedó mudo.
(…)
-Tengo… miedo (…) de una cosa sobrenatural… Anoche, (…) vine al coro… sola… (…)
            “La iglesia estaba desierta y oscura… Allá lejos, en el fondo, brillaba (…) una luz moribunda…,; (…) A sus reflejos debilísimos, que solo contribuían a hacer más visible todo el profundo horror de las sombras, vi…, (…) vi un hombre que, en silencio, y vuelto de espaldas hacia el sitio en que yo estaba, recorría con una mano las teclas del órgano, mientras tocaba con la otra a sus registros…, y el órgano sonaba, pero sonaba de una manera indescriptible. Cada una de sus notas parecía un sollozo (…).
            El horror había helado la sangre de mis venas; sentía en mi cuerpo como un frío glacial, y en mis sienes fuego… Entonces quise gritar, quise gritar, pero no pude. El hombre aquel había vuelto la cara y me había mirado…
(…)
-¡Miradle! ¡Miradle! (…)
            Todo el mundo fijó sus miradas en aquel punto. El órgano estaba solo y, no obstante, el órgano seguía sonando…
Maese Pérez el organista


 
-Pero, ¿qué hacéis? ¿Adónde vais con una noche como esta? (…)
-¿Adónde voy? A oír esa maravillosa música, a oír el grande, el verdadero Miserere, el Miserere de los que vuelven al mundo después de muertos y saben lo que es morir en el pecado.
(…)
            Parecía como un esqueleto de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que brilla y humea en la oscuridad con una luz azulada, inquieta y medrosa.
(…)
            Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos dientes las oscuras cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los monjes (…) salir del fondo de las aguas y, agarrándose con los largos dedos de sus manos de hueso a las grietas de las peñas, trepar por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora expresión de dolor (…):
-Miserere mei,Deus, secundum magnum misericordiam tuam!
(…)
-In iniquitatibus conceptus sum; et in pecatis concepit me mater mea.
            Al resonar este versículo (…) se levantó un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor arrancado a la humanidad entera por la conciencia de sus maldades; un grito horroroso, formado de todos los lamentos del infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad; concierto monstruoso, digno intérprete de los que viven en el pecado y fueron concebidos en la iniquidad.
El Miserere

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